Una
leve llovizna
lloraba
quedamente,
no
había cielo
ni
estrellas,
ni
horizontes
ni
sol,
ni
mediodía
ni
tarde,
ni
aurora
ni
mañana.
La
opacidad negaba
todo
aliento
de
sol,
y
en la copa del árbol
arropado
de inviernos,
encendido
de amores
cantaba
el ruiseñor.
© Gabriel Moquete
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